Colón creía que en el Nuevo Mundo encontraría blemios y esciápodos en vez de personas
Peter C. Mancall, University of Southern California – Dornsife College of Letters, Arts and Sciences
En 1492, cuando Cristóbal Colón cruzó el océano Atlántico en busca de una ruta rápida hacia el este de Asia y el sudoeste del Pacífico, desembarcó en un lugar que le era desconocido. Allí encontró árboles extraordinarios, pájaros y oro. Pero Colón esperaba encontrar otra cosa y no fue así.
A su regreso, Colón escribió en su informe oficial que había «hallado muchas islas pobladas por un sinnúmero de personas». Elogió las riquezas naturales de las islas, pero añadió: «En estas islas no he hallado ningún hombre monstruoso, como muchos pensaban».
Y uno podría preguntarse: ¿por qué esperaba encontrar monstruos?
Mi investigación y las de otros historiadores revelan que las ideas de Colón estaban lejos de ser anormales. Durante siglos, los intelectuales europeos habían imaginado un mundo más allá de sus fronteras habitado por «razas monstruosas».
Las «razas monstruosas» existen
Uno de los primeros relatos sobre estos seres no humanos lo escribió el historiador natural romano Plinio el Viejo en el año 77 d. C. En un gran tratado escribió sobre personas con cabeza de perro, conocidas como cinocéfalos, y sobre los «astoni», criaturas sin boca que no necesitaban comer.
Los relatos sobre criaturas maravillosas e inhumanas, como cíclopes, blemios —criaturas con la cara en el pecho— y esciápodos —que tenían una sola pierna con un pie gigante— circulaban por toda la Europa medieval en manuscritos copiados a mano por escribas que a menudo adornaban los tratados con ilustraciones de esas criaturas fantásticas.
Aunque siempre hubo algunos escépticos, la mayoría de europeos creía que las tierras lejanas estarían pobladas por estos monstruos, y las historias sobre monstruos viajaron mucho más allá de las exclusivas y elitistas bibliotecas.
Por ejemplo, los feligreses de Fréjus, una antigua ciudad de comerciantes del sur de Francia, podían deambular por el claustro de la catedral de Saint-Léonce y analizar los monstruos en los más de 1.200 paneles de madera pintados en el techo. Algunos paneles representaban escenas de la vida diaria: monjes del lugar, un hombre montado en un cerdo o acróbatas retorcidos. Muchos otros describían híbridos monstruosos: personas con cabeza de perro, blemios y otros desgraciados aterradores.
Quizás nadie hizo tanto por difundir la noticia de la existencia de monstruos que un caballero inglés del siglo XIV llamado John Mandeville, quien, en un relato sobre sus viajes a tierras lejanas, afirmó haber visto personas con orejas de elefante, un grupo de criaturas que tenían la cara plana con dos agujeros y otra que tenía la cabeza de un hombre y el cuerpo de una cabra.
Los académicos debaten si Mandeville podría haberse aventurado lo suficiente como para ver los lugares que describió, e incluso si fue una persona real. Pero su libro fue copiado una y otra vez y probablemente se tradujo a todos los idiomas europeos conocidos. Leonardo da Vinci tenía una copia y Colón también.
Las viejas creencias son difíciles de erradicar
Aunque Colón no vio monstruos, su informe no fue suficiente para desechar las ideas prevalecientes sobre las criaturas que los europeos esperaban encontrar en aquellos lugares desconocidos.
En 1493, en torno a la época en que comenzó a circular el primer informe de Colón, los impresores de las Crónicas de Núremberg, un gran volumen sobre historia, incluyeron imágenes y descripciones de los monstruos.
Poco después del regreso del descubridor, un poeta italiano realizó una traducción en verso que describía el viaje de Colón, cuyo impresor ilustró con monstruos, entre ellos un esciápodo y un blemio.
De hecho, la creencia de que los monstruos vivían en los confines de la Tierra pervivió durante generaciones.
En la década de 1590, el explorador inglés Sir Walter Raleigh escribió a los lectores sobre los monstruos americanos de los que había oído hablar en sus viajes a la Guayana. Algunos de ellos tenían «los ojos en los hombros, la boca en medio del pecho y les crecía un gran mechón de pelo hacia atrás entre los hombros».
Poco después, el historiador natural inglés Edward Topsell tradujo un tratado de mediados del siglo XVI sobre los diferentes animales del mundo, un libro que se publicó en Londres en 1607, el mismo año en que los colonos fundaron una pequeña comunidad en Jamestown, Virginia. Topsell estaba ansioso por incorporar descripciones de los animales americanos en su libro. Pero junto a los capítulos sobre caballos, cerdos y castores del Viejo Mundo, los lectores conocieron al «monstruo noruego» y a una «bestia muy deformada» que los americanos llamaban «haut». Otro era conocido como «su», era «muy deforme», tenía «una presencia horrenda» y era «despiadado, indomable, impaciente, violento [y] salvaje».
Por supuesto, en el Nuevo Mundo las ganancias de los europeos tuvieron un coste espantoso para los nativos americanos: los recién llegados les robaron su tierra y sus tesoros, les esclavizaron, introdujeron enfermedades del Viejo Mundo y produjeron cambios medioambientales a largo plazo.
En definitiva, quizás eran estos indígenas americanos los que veían a los invasores de sus tierras como una «raza monstruosa»: criaturas que desestabilizaron sus comunidades, les robaron sus propiedades y amenazaron sus vidas.
Peter C. Mancall, Andrew W. Mellon Professor of the Humanities, University of Southern California – Dornsife College of Letters, Arts and Sciences
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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