¿Por qué los hijos de alcohólicos desarrollan adicciones? El papel de los traumas infantiles
Los factores hereditarios, la aparición de trastornos mentales y las experiencias traumáticas durante la infancia o la adolescencia hacen que la descendencia de personas con alcoholismo sea más proclive a desarrollar problemas de adicción.
Durante décadas se ha puesto el acento en la transmisión familiar de los trastornos adictivos, como en el alcoholismo, sin caer en la cuenta de que transmisión familiar no es lo mismo que transmisión hereditaria.
La asociación entre las experiencias traumáticas sufridas por los jóvenes criados en una familia donde uno de los progenitores tenía problemas por el alcohol y el desarrollo posterior de diferentes trastornos psiquiátricos, incluido el alcoholismo, ha sido objeto de diversas investigaciones.
Obviamente, en estos jóvenes confluyen diferentes factores que pueden explicar el elevado riesgo para la adicción al alcohol. Por un lado, están los factores hereditarios relacionados con la respuesta al alcohol. Por otro, que en estos jóvenes también aparecen diversos trastornos mentales que incrementan, de forma indirecta, el riesgo para el alcoholismo, como el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) o los trastornos depresivos.
En tercer lugar, por su historia familiar, este grupo de población tiene entre 2 y 13 veces más riesgo de haber sufrido experiencias traumáticas durante la infancia o la adolescencia (especialmente abusos emocionales).
Los hallazgos sobre el papel que desempeñan las experiencias adversas tempranas (EAT) sobre el desarrollo posterior de diferentes trastornos son muy consistentes al poner de manifiesto una relación causa-efecto para los trastornos depresivos, los de ansiedad, el trastorno por estrés postraumático, los trastornos de la conducta alimentaria y las conductas adictivas.
Así cambia el cerebro con las experiencias adversas
Han sido muchos los trabajos que han mostrado la relación entre haber sido objeto de abusos durante la infancia y el riesgo de desarrollar trastornos mentales. Sin embargo, han sido principalmente los estudios de neuroimagen cerebral los que nos han aportado las claves para entender los mecanismos neurobiológicos subyacentes.
En nuestra opinión, los tres mecanismos que concitan mayor consenso entre los investigadores son los que vinculan la experiencia traumática con el retraso madurativo de la corteza frontal, con la disfunción del sistema límbico y con la alteración del eje del estrés (eje hipotálamo-hipófisis-adrenal o eje HHA).
Traumas infantiles y maduración de la corteza frontal
Las experiencias traumáticas experimentadas durante la infancia y la adolescencia provocan cambios en la estructura y funcionamiento de vías y áreas cerebrales de la corteza frontal (en concreto de la denominada corteza prefrontal) que dificultan el control de la conducta. Eso conduce al incremento de conductas disruptivas, trastornos de la personalidad, TDAH y trastornos adictivos.
La corteza prefrontal es un área cerebral de gran tamaño, con enorme importancia a la hora de explicar el control conductual, la personalidad e incluso las capacidades cognitivas. Su maduración no finaliza hasta alcanzar 25 años de edad. Los procesos cognitivos necesarios para controlar y autorregular la propia conducta no podrían llevarse a cabo sin su participación, de manera que estamos ante una de las áreas más relevantes a la hora de poder adaptar nuestra conducta a las situaciones y realizar operaciones cognitivas complejas.
La corteza prefrontal tiene importantes conexiones con una gran cantidad de regiones cerebrales, tanto corticales como subcorticales, como por ejemplo el sistema límbico. Por eso influye en él y se ve influida por una gran cantidad de informaciones provenientes de muy diversas regiones, resultando imprescindible para la correcta gestión de la conducta y de nuestros recursos cognitivos.
Un enlentecimiento en su maduración, ocasionado por el estrés asociado a las EAT, provocaría importantes dificultades para llevar a cabo la inhibición de conductas poco aceptables (como las que implican aceptar límites) y el control de la agresividad. Pero también dificultaría nuestra capacidad para planificar, solucionar problemas, memorizar, desarrollar ideas y tener capacidad de autoconciencia.
Esta región cerebral está especialmente vinculada a la percepción y expresión de emociones, así como a la capacidad de motivación del ser humano. De ahí que este enlentecimiento madurativo impida el adecuado control emocional, al no poder ejercer un correcto control inhibitorio sobre el sistema límbico.
Traumas infantiles y disfunción del sistema límbico
Las EAT también inducen cambios en el sistema límbico, bien de forma directa sobre el propio sistema, o bien de manera indirecta a través de la relación de la corteza frontal y el sistema límbico.
Esta disfunción del sistema límbico (amígdala y núcleo accumbens) se traduce en un claro déficit en el control emocional, especialmente de las emociones negativas (tristeza, ansiedad, vergüenza, ira o culpa). Dichas alteraciones facilitan la aparición de trastornos depresivos y de personalidad, así como un mayor riesgo para el desarrollo de conductas adictivas, en combinación con las alteraciones derivadas de la afectación de la corteza prefrontal.
Además, las experiencias traumáticas favorecen que los estímulos que se han condicionado con el alcohol (como bares, olores, sabores, latas de cerveza, etc.) capten la atención del joven traumatizado, haciéndolos más deseables para el sujeto. Esto influye en el desarrollo de las conductas adictivas.
El trauma infantil como factor perturbador del eje hipotálamo-hipófisis-adrenal
Diversos estudios han señalado que la alteración de este eje está asociada a una mayor respuesta estresante ante estímulos externos relacionados con el estresor, de tal manera que se exacerba la respuesta de alerta y de alarma a través de la activación del cortisol.
Un estado de alarma es el que nos encontramos en los trastornos por estrés y el trastorno por estrés postraumático. En este último caso, la persona reacciona de forma angustiosa cuando se expone o surgen algunas de las señales que se condicionaron con la experiencia traumática (la paliza, la violación, o los insultos y humillaciones que con frecuencia se repiten en los casos de abusos emocionales).
Volver a experimentar estas situaciones, semanas o años después, provoca conductas de evitación para soslayar el malestar asociado a ella, con el consiguiente aislamiento. No es infrecuente que estas personas experimenten depresiones o agorafobia como consecuencia de sus elevados niveles de estrés y de su importante aislamiento.
En definitiva, las experiencias adversas tempranas provocan, por un lado, un deficiente control emocional, y por otro, una mayor respuesta emocional hacia señales relacionadas con el estresor (que recuerdan la experiencia de abuso). Y eso se traduce en que las personas se sienten más atraídas por los estímulos asociados al alcohol.
Gabriel Rubio Valladolid, Catedrático de Psiquiatría, Universidad Complutense de Madrid y Francisco López-Muñoz, Profesor Titular de Farmacología y Vicerrector de Investigación y Ciencia, Universidad Camilo José Cela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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