¿Por qué algunas personas son más sensibles al dolor que otras?
Erin Young, University of Connecticut
Cualquiera que alcanzase la mayoría de edad en la década de los noventa recordará el episodio de Friends en el que Phoebe y Rachel deciden hacerse unos tatuajes. Alerta, espóiler: Rachel se tatúa, pero Phoebe acaba con un punto de tinta negra en su piel porque no podía soportar el dolor. Esta historia contada en clave de humor es graciosa, pero ilustra a la perfección un asunto para el que mucha gente (entre los que me incluyo) en el campo de la “genética del dolor” trata de encontrar una respuesta: ¿Qué es lo que diferencia a Rachel de Phoebe? Y aún más importante: ¿Podemos aprovechar esa diferencia para ayudar a las “Phoebes” del mundo para que se parezcan un poco más a las “Rachels”?
El dolor es el síntoma más común cuando se acude al médico. En circunstancias normales, el dolor alerta de la existencia de una lesión, y la respuesta natural es protegernos a nosotros mismos hasta que nos hemos recuperado y el malestar remite. Desafortunadamente, las personas difieren no solo en su habilidad para detectar, tolerar y responder al dolor, sino que también cambia la forma en que lo sienten y en cómo responden a los diferentes tratamientos. Esto dificulta enormemente saber cómo tratar de manera efectiva a cada paciente. Pero, ¿por qué el dolor no lo sufre de igual manera todo el mundo?
Las diferencias individuales en lo relativo a la percepción de salud a menudo son la consecuencia de un cúmulo de complejas interacciones en las que intervienen agentes psicosociales, ambientales y genéticos. Aunque el dolor no pueda ser reconocido como una enfermedad al uso, como lo son las afecciones cardíacas o la diabetes, está causado por la misma asociación de factores. Las experiencias dolorosas que vivimos a lo largo de nuestra vida están influidas por un conjunto de genes que nos hacen más o menos sensibles al dolor, pero nuestro estado físico y psicológico, las experiencias previas (especialmente las traumáticas y dolorosas) y el entorno en el que nos encontramos pueden modular nuestras respuestas.
Si conseguimos entender mejor qué es lo que hace que las personas sean más o menos sensibles al dolor, estaremos mucho más cerca de reducir el sufrimiento mediante el desarrollo de tratamientos personalizados dirigidos a paliarlo a la vez que minimizamos los riesgos de mal uso, tolerancia y abuso de los tratamientos actuales.
En última instancia, nos permitiría saber si una persona va a sentir más dolor y, por tanto, si va necesitar más analgésicos, lo que supondría un control más efectivo del daño y haría que el paciente se encontrase más cómodo y tuviera una recuperación más rápida.
No todos los “genes del dolor” son iguales
Gracias a la secuenciación del genoma humano, tenemos un amplio conocimiento acerca del número y la ubicación de los genes que conforman nuestro ADN. A pesar de ello, se han identificado millones de pequeñas variaciones en los genes, aunque no se conocen los efectos de todas ellas.
Estas variaciones pueden adoptar distintas formas, siendo la más común el polimorfismo de nucleótido único (SNP por sus siglas en inglés, pronunciadas snip), que representa una única diferencia en las unidades individuales que conforman el ADN.
Hay aproximadamente diez millones de polimorfismos de nucleótido único: la combinación de estos conforma el código genético de un individuo y lo diferencia de todos los demás. Cuando un snip es común, se le considera una variante; es raro cuando está presente en menos de un 1% de la población, y en ese caso recibe el nombre de mutación. Las evidencias encontradas proporcionan dos apuntes: que existen docenas de genes y variantes que determinan nuestra tolerancia frente al dolor; y que los analgésicos (como los opioides) reducen el dolor e incluso el riesgo de desarrollar dolores crónicos.
La historia de la tolerancia al dolor
Los primeros estudios sobre “genética del dolor” fueron realizados con familias que padecían una enfermedad extremadamente rara caracterizada por la ausencia de dolor. El primer informe que habló de insensibilidad congénita al dolor diagnosticó “analgesia pura” a un trabajador de un espectáculo circense que se hacía llamar The Human Pincushion (El Hombre Alfiletero), cuya función consistía en clavarse objetos punzantes. Asimismo, en la década de los sesenta se emitieron informes que hacían constar que niños de diferentes familias relacionadas genéticamente eran completamente tolerantes al dolor.
En aquel momento, la medicina no disponía de la tecnología necesaria para determinar la causa de ese desorden, pero gracias a esas familias sabemos que el CIP (conocido ahora por nombre extravagantes como canalopatía asociada a la insensibilidad al dolor, o neuropatía sensorial autonómica hereditaria) es el resultado de mutaciones específicas o deleciones (pérdidas de un fragmento de ADN) de los genes que transmiten las señales que indican dolor.
El responsable habitual es uno de los pocos polimorfismos de nucleótido único (SNP) que se encuentran en el gen SCN9A, encargado de codificar un canal proteico necesario para enviar las señales del dolor. Esta enfermedad es sumamente extraña, habiéndose documentado solo unos pocos casos en Estados Unidos.
Aunque pueda parecer una bendición vivir sin dolor, estas familias deben permanecer siempre alerta para atajar a tiempo lesiones graves o enfermedades mortales. Cuando un niño se cae, lo normal es que llore, pero en estos casos no hay un dolor que permita diferenciar entre un rasguño en una rodilla y la rotura de la articulación. La insensibilidad también impide que una persona experimente dolor en el pecho como preludio de un infarto, o la molestia aguda en la parte inferior derecha del abdomen que indica que sufre apendicitis. Es decir, la incapacidad para sentir dolor puede matar a alguien sin que sepa siquiera que algo va mal.
La hipersensibilidad al dolor
Las variaciones en el gen SCN9A no solo producen insensibilidad al dolor. También parecen ser las causantes de dos enfermedades caracterizadas por un dolor intenso: la eritermalgia primaria y el trastorno del dolor extremo paroxístico. En estos casos, las mutaciones alojadas en el gen SCN9A emiten más señales de dolor de lo normal.
Este tipo de enfermedades dolorosas hereditarias son extremadamente raras y, posiblemente, los estudios sobre variaciones genéticas profundas revelen muy poco acerca de las sutiles modificaciones que pueden contribuir a las diferencias entre individuos.
Sin embargo, gracias a la creciente aceptación de la medicina genómica y a la demanda social para aplicar tratamientos personalizados que garanticen una mayor eficacia, los investigadores están propiciando con sus descubrimientos el establecimiento de protocolos de tratamiento del dolor adaptados a los genes de cada paciente.
¿Las variaciones genéticas afectan al dolor de todas las personas por igual?
Continuamente se identifican genes que influyen en la percepción del dolor, y se suman a los que ya conocíamos anteriormente.
El gen SCN9A juega un importante papel en el control de la respuesta corporal al dolor mediante la activación o el silenciamiento del canal de sodio. La amplificación o amortiguación del dolor dependen de la mutación genética que cada individuo sufra.
Las estimaciones señalan que más del 60% de la variabilidad en la tolerancia al dolor proviene de factores hereditarios, o sea, genéticos. Dicho de manera simple, esto significa que la sensibilidad al dolor es hereditaria, como la complexión, el color de pelo o el tono de la piel.
El gen SCN9A juega también un rol importante en la población normal. Un polimorfismo de nucleótido relativamente común dentro del gen SCN9A, llamado 3312G>T, que está presente en el 5% de la población, ha sido identificado como determinante para la sensibilidad al dolor postoperatorio, y ha ofrecido datos acerca de la cantidad necesaria de opioides para controlarlo. Otro polimorfismo de nucleótido en el gen SCN9A genera una mayor sensibilidad en los pacientes de artrosis, pancreatitis, personas que se han sometido a operaciones de extracción de discos intervertebrales lumbares y aquellas a las que les han amputado algún miembro y experimentan dolor en él (síndrome del miembro fantasma).
Calmantes procedentes de animales marinos
Desde hace tiempo, se han venido empleando con carácter terapéutico anestésicos locales, como la lidocaína, para provocar un bloqueo a corto plazo del canal con el fin de detener la transmisión del dolor. Medicamentos de este tipo se han utilizado de manera efectiva durante más de un siglo.
Actualmente se están realizando investigaciones para estudiar si la tetrodotoxina, una potente neurotoxina producida por el pez globo y el pulpo que funciona como un bloqueador de las señales de transmisión del dolor, podría ser utilizada para fabricar analgésicos. La tetrodotoxina ha demostrado su eficacia en el tratamiento del dolor producido por el cáncer y la migraña. Este tipo de toxinas inducen al mismo estado en el que se encuentran las personas insensibles al dolor.
Si se puede sacar algo positivo de la crisis de los opioides es que nos estamos dando cuenta de que necesitamos herramientas más precisas para el tratamiento del dolor, herramientas que vayan a la fuente del daño, que supongan un menor riesgo y que produzcan menos efectos secundarios.
Si comprendemos correctamente la contribución genética a la sensibilidad al dolor, a la susceptibilidad a experimentar malestar crónico e incluso a la respuesta analgésica, podremos diseñar tratamientos que apunten a las razones del dolor y no solo a su localización. Ahora que estamos empezando a planear estrategias precisas de control del dolor, debemos tener claro que los beneficios para la humanidad aumentarán a medida que sepamos más acerca de por qué la percepción del dolor es distinta en cada persona.
Erin Young, Assistant Professor, University of Connecticut School of Nursing; Assistant Director, UCONN Center for Advancement in Managing Pain, University of Connecticut
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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