Mi vida como un ‘cíborg’
“Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad”. Atribuida a Albert Einstein, la frase condensa los recelos que rodean cada revolución tecnológica. Pero la especie humana no solo ha convivido siempre con la tecnología: le debe su propia condición de humanidad. Hace pocos años un equipo de arqueólogos halló uno de los primeros dibujos de nuestra especie. Es un trazo en forma de zigzag, probablemente grabado con un diente de tiburón en una valva de molusco, hace más de 500.000 años, por uno de nuestros antepasados: el Homo erectus (Balter, 2014). Los erectus usaban dientes de tiburón para fabricar herramientas afiladas.
Dientes de tiburón, piedras cortantes, palos para excavar la tierra… Para algunos Homo erectus eran inestimables innovaciones tecnológicas que enriquecían las formas de alimentación y supervivencia. Para otros, eran objetos peligrosos: implicaban armas dañinas, cambios de dieta, modos de hacer y de pensar diferentes de los ya conocidos. El temor a la innovación ha estado posiblemente ligado a la evolución de la especie. Pero los homínidos que sobrevivieron fueron los que usaron la tecnología para adaptarse a las transformaciones del medio ambiente. Descendemos de ellos, de los que se atrevieron.
Tecnología en el cuerpo
Desde que se tienen registros, la tecnología ha sido clave de la evolución como sociedad. Sin ella probablemente seguiríamos viviendo en cavernas y alimentándonos de lo que pudiéramos encontrar. Desde las antorchas con las que nuestros ancestros pudieron explorar la noche, la agricultura, la domesticación de animales y la selección de semillas, los sistemas de riego de la antigua Mesopotamia, las máquinas a vapor del siglo XVIII, la bombilla eléctrica de Thomas Edison, el teléfono inventado por Antonio Meucci, el primer automóvil construido por Karl Benz, hasta los smartphones, las pieles humanas artificiales y las retinas electrónicas, las modificaciones nacidas de la ciencia y la tecnología son los factores de mayor cambio en la sociedad.
Somos, desde los tiempos paleolíticos, humanos tecnificados, cuerpos que según sus necesidades incorporan o añaden elementos externos. El homínido que cayó de un árbol, se rompió una pierna y tomó una rama caída para apoyarse, creó el primer bastón. Se trataba ya de un humano(ide) tecnificado. Roger Bacon, un monje franciscano inglés del siglo XIII, descubrió que un segmento de cristal hace ver los objetos mayores y más gruesos. Se supone que fue el verdadero inventor de las gafas.
En 1858 se desenterraron en Italia los restos de una prótesis para pierna, construida con hierro y bronce para una persona amputada por debajo de la rodilla. Databa del 300 a. C. Las siguientes se registran en el Renacimiento, cuando se crearon prótesis de hierro, acero y cobre.
Humanos digitalizados
La bioingeniería, la biotecnología y la biología sintética nos permiten imaginar el futuro libre de defectos físicos. Prótesis y órganos del cuerpo fabricados a partir de impresoras 3D, piel electrónica, retinas biónicas… Solo en EEUU, aproximadamente 22 personas mueren al día esperando un órgano. La compañía estadounidense Organovo obtuvo en 2014 el primer hígado producido con una de estas impresoras.
Desde las prótesis no digitales a la incorporación de tecnología electrónica solo faltaba un pequeño paso, y se ha dado. Una cámara de miniatura que se traga como una píldora para explorar el tubo digestivo, un microcircuito fijado en el ojo, un páncreas artificial: las tecnologías de vanguardia irrumpen en el cuerpo humano para diagnosticar, reparar o curar.
Máquinas que se infiltran en nuestros cuerpos, que se fusionan con nosotros. El concepto del ciborg –abreviación de cybernetic organism en inglés– fue creado por Manfred E. Clynes y Nathan S. Kline en 1960 para nombrar a un ser humano mejorado que podría sobrevivir en entornos extraterrestres. Se planteaba la necesidad de una relación más íntima entre los humanos y las máquinas, en momentos en que la exploración del espacio era una de las prioridades científico-políticas de las dos potencias mundiales.
Algunos escritores de ciencia ficción se apropiaron del término y juegan con la idea de que tendremos cada vez más partes artificiales en el cuerpo. Piernas, brazos, ojos, corazón, trasplantes que ya se están implementando. Quien lo desee (y pueda pagarlo) puede disponer también de partes digitales incorporadas al cuerpo.
Neil Harbisson es artista y activista británico e irlandés. Es también el primer cíborg reconocido por un gobierno, y el primer humano en poseer una antena implantada en la cabeza. Ciego a los colores, es dueño de un nuevo sentido, creado a partir de la unión perdurable entre su cerebro y la cibernética. La antena le permite “oír” los colores e incluso discernir colores invisibles a los humanos comunes, como infrarrojos y ultravioletas, así como recibir imágenes, videos, música o llamadas telefónicas directamente a su cabeza desde aparatos externos como móviles o satélites.
La ciencia permite ya la modificación genética de los seres humanos. En 2017 la revista Nature confirmó que un equipo de investigadores logró modificar genéticamente embriones humanos con éxito. Utilizando la herramienta de edición genética CRISPR-Cas9 (Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente interespaciadas, en español) logró librarlos de una mutación en un gen causante de una enfermedad cardíaca congénita, y sin introducir errores adicionales en su genoma.
No son cíborgs solo las personas que han incorporado tecnología a sus cuerpos. Todos los que usamos las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) y nos integramos en redes sociales extendemos nuestras mentes para alcanzar, para tocar, a otras personas, a otros conocimientos.
Será necesario establecer, en esta transformación del pensamiento, un nuevo contrato social, entre empresas de tecnología, investigadores, fabricantes de aparatos médicos, aseguradoras, y los pacientes, los futuros cíborgs. Pero también se establece un nuevo contrato de mutua dependencia entre las empresas proveedoras de Internet, entre los gobiernos, entre las organizaciones que pretenden regular Internet, y los cíborgs cerebrales. Por el momento, estos contratos se mantienen relativamente tácitos. Es preciso explicitarlos, y para ello, es relevante la participación activa de los ciudadanos.
Surgen interrogantes no tan nuevos. Dado que no todos podrán pagar por ello, ¿la humanidad se fragmentará entre humanos modificados y portadores de deficiencias? ¿los más ricos podrían prolongar indefinidamente su salud y juventud? ¿hasta qué punto puede un humano incorporar piezas sin dejar de ser humano? ¿quién es el verdadero propietario del cuerpo de un cíborg: el humano que porta las modificaciones, la empresa que los produce, o el seguro médico que las paga? ¿pueden hackearse las prótesis o miembros cibernéticos?
Son preguntas que probablemente no podrán ser resueltas desde las ciencias, sino desde las políticas.
Si desea leer una versión más amplia de este artículo, está publicada en la Revista Telos, de la Fundación Telefónica.
Susana Finquelievich, Investigadora Principal del CONICET, Universidad de Buenos Aires
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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