Entre el placer y el dolor: la ciencia de comer chiles
El intenso picor que aporta este fruto de origen mesoamericano es apreciado desde hace siglos. Pero ¿qué produce esa sensación a priori desagradable y por qué nos gusta? ¿Tiene propiedades saludables?
Se sabe que el chile existe en tierras americanas desde hace aproximadamente 10 000 años. Específicamente, crecía en la zona geográfica, biocultural y climática que se ubica entre el centro de México y América Central, conocida como Mesoamérica.
El hábito de comer chiles se remonta a comunidades con hábitos nómadas, recolectores y cazadores cuya movilidad dependía de la disponibilidad de alimentos. Más tarde se empezaron a cultivar.
A la conquista de las mesas
En aquellos pasos primitivos, nadie se habría imaginado que el consumo de ese fruto silvestre sometería a sus consumidores. Que conquistaría las más lejanas cocinas y culturas y dotaría a la humanidad de una de las especias más consumidas y adictivas del planeta.
El nombre del chile, en México, proviene del náhuatl (lengua azteca) chilli. Su sinónimo ají, usado en España y países de Latinoamérica, tiene su raíz en otras lenguas índigenas del Caribe y Sudamérica. La denominación de pimiento obedece a que los primeros navegantes españoles que desembarcaron en el Nuevo Mundo y tuvieron la osadía de probar estos frutos relacionaron su picor con el de la pimienta.
Una picante adaptación
El origen de ese picor, también llamada pungencia, es una adaptación de la planta del chile para defender a sus frutos de los mamíferos herbívoros y otros depredadores. La sustancia responsable de este atributo es la capsaicina.
Antes de su domesticación, las plantas de chile desarrollaron una relación de simbiosis con algunas aves. Estas, al no contar con receptores nerviosos de dolor como los mamíferos, consumían los frutos y propagaban las semillas. Eran sus cultivadores naturales. Un ejemplo actual de esta relación lo ofrece el chile chiltepín, conocido en el Norte de México como el “oro rojo”.
La importancia cultural del chile en México es de tal calado que hubo en su honor una diosa prehispánica: Tlatlauhqui cihuatl ichilzintli, que significa “señora roja del respetable chile”. Era hermana de Tláloc, deidad de la lluvia, y de Chicomecóatl, señora del maíz.
En documentos antiguos como el Códice de Mendoza, del siglo XVI, se señala su uso medicinal como remedio frecuente para la tos, heridas en la lengua, problemas digestivos o mareos, entre otros.
Sus diversos grados de picor le dotaron de una vida cultural y ritual muy activa, lo mismo para elaborar hechizos que garantizaran el buen comercio que como arma en la guerra o correctivo para los más jóvenes.
Un oasis de nutrientes, colores y sabores
Vale resaltar que el chile, silvestre y cultivado, ha llegado hasta nuestros días con una multitudinaria variedad de colores, sabores y picores. Según voces expertas, en el mundo existen hasta 3 000 tipos. En México, por ejemplo, se encuentran el habanero, poblano, manzano, serrano, cascabel, chipotle, chilaca, catarina, los güeros, el chicostle, costeño, de árbol, Yahualica (con Denominación de Origen Protegida), morita, piquín, chiltepin y una larga lista de tipos que varían según la zona y su presentación en fresco o secos.
Determinan una variada gastronomía, que ha sido reconocida como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO.
Desde las misiones comerciales de la corona española en el siglo XVI, los chiles de Ámerica han viajado por el mundo para establecerse y adaptarse en Europa, Asia, África y Medio Oriente. Sin embargo, es más famosa la variedad de usos en los platillos mexicanos y el picor que aportan. Entre ellos, las enchiladas, el aguachile, el pozole, la tinga, el chile en nogada y los moles elaborados con al menos media centena de recetas diferentes, por mencionar solo algunos.
Así nos “enchila” la capsaicina
“Yo soy como el chile verde, llorona, picante pero sabroso”, dice la letra de la popular canción mexicana La llorona. Cuando comemos picante, nos “enchilamos”. El extraño malestar en la boca y la lengua, la aparición del sudor en la frente, la repentina ruborización y la rara picazón que recorre la cabeza son responsabilidad de la capsaicina, una de las cinco sustancias activas presentes en los chiles o pimientos picantes.
La mayor concentración se encuentra donde están las semillas y las placentas o venas. La capsaicina es capaz de estimular la liberación del neurotransmisor del dolor y, al mismo tiempo, activa receptores de esa sensación en la boca, nariz, estómago y otras partes del cuerpo. El cerebro responde a esta posible “agresión” liberando endorfinas que neutralizan el dolor, lo que provoca una sensación de placer. Así, el consumo de chile resulta más placentero que el dolor que puede causar.
Esta impresión de calor acelera el metabolismo y provoca la liberación abundante de saliva, sudor, lágrimas y mucosidad, reacción que favorece la digestión de los alimentos aliñados con chiles. El paladar del comensal puede acostumbrarse gradualmente, y el hábito convierte al chile en un obligado invitado a la mesa.
Wilbur Scoville, un químico estadounidense, incluso desarrolló en 1912 un método para medir su picor: la escala de Scoville.
Sinfín de utilidades
En cuanto a sus usos más allá de la gastronomía, de los chiles se extrae oleorresina. Este compuesto puede ser empleado como colorante de carnes frías, como componente de pinturas para evitar la corrosión de los barcos, para proteger los cableados subterráneos de los roedores, como repelente de insectos en la agricultura e incluso para ahuyentar mamíferos depredadores en la ganadería.
Además, la investigación médica sobre el chile explora desde su efecto analgésico hasta su potencial como tratamiento contra el cáncer o para curar úlceras gástricas.
Aún quedan muchos interrogantes sobre las propiedades del chile. Especialmente cuando se trata de desentrañar los mecanismos que actúan sobre el sistema nervioso y, específicamente, en el manejo del dolor y su utilización como anestésico.
Mientras tanto: ¡chile para todos!
Edgar Pulido Chávez, Profesor de Veterinaria y Ciencia de los Alimentos, Universidad de Guadalajara
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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