El Gabo que conocí
No conozco persona alguna que jamás haya leído unas líneas de García Márquez. Así fuese obligado en clases de literatura durante la secundaria, o incluso, en una de las tantas citas que corren en las redes sociales (que si bien la mayoría son apócrifas, el lector desprevenido suele leerlas como verdaderas). ¿Fue García Márquez el escritor latinoamericano más importante de su tiempo? Posiblemente sí, y sin duda, fue el más mediático y querido.
Cosas de la vida, llegó la hora de conjugar el verbo ser en pasado al referirse a Gabo. Tuvo una vida plena, 87 años bien bailados. Su legado persiste en quienes lo leímos y de él aprendimos. Fue sin duda un maestro de la literatura y el periodismo.
En este momento hay miles, millones de personas que recuerdan sus libros, sus personajes y sus ocurrencias. Uno de los encantos de García Márquez era que el Nobel jamás se le subió a la cabeza. Caminaba por el mundo con la misma curiosidad y don de gente que exhibió en sus años de reportero cuando aprendió el oficio de contar historias. Siempre fue un alma con una capacidad asombrosa de observar la realidad para transformarla en un cuento fascinante.
En estos momentos cada quien recordará alguna anécdota con Gabo. La mía ocurrió en un ascensor.
Hace una década fui invitado a Monterrey por la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano a participar en un debate sobre los cambios que experimentaban los medios de comunicación. Creo que era el invitado más joven, y deslumbrado con el calibre de los participantes, durante tres días tomé notas como un aprendiz de brujo.
Una tarde esperaba pacientemente por el ascensor para subir al salón de reuniones y al abrirse las puertas me topé con una imagen de foto: a la izquierda vi a Tomás Eloy Martínez y Alma Guillermoprieto. Al otro lado estaba Carlos Monsivais. Más allá noté a Teodoro Petkoff y en el centro, con saco de tweed y barbilla ligeramente alzada, se encontraba García Márquez. Me quedé plantado unos segundos hasta que Sergio Dahbar dijo “súbete Eli, que hay espacio”. Yo entré con una sonrisa congelada y me acomodé a un lado. Si la electricidad hubiese fallado en ese momento la espera no hubiese sido una agonía.
Estaba, literalmente, cuerpo a cuerpo con algunos de los maestros de periodismo y literatura más importantes de América Latina. Cuando las puertas se abrieron unos pisos más arriba aun tenía la misma sonrisa, que a estas alturas, era un tanto estúpida.
¿Y qué pasó allí? Nada relevante. Como ocurre en los ascensores esos instantes transcurrieron en silencio. Pero yo tuve la oportunidad de ver a Gabo de cerca. Y me fijé en sus ojos. Tenía ojos de niño, con el mismo brillo y profundidad que he visto en otros genios como el maestro Jesús Soto. Una mirada que viene de un alma sabia que ha aprovechado cada instante de su vida. Los ojos de Gabo eran los de un ser humano que nunca deja de maravillarse, de hacerse preguntas, de jugar con su ingenio.
Así fue el Gabo que conocí fugazmente. Se parecía mucho al que conocí mejor en las historias fascinantes de sus libros y al que me han contado otros amigos que mantuvieron una relación cercana con él. Un García Márquez tropical, caribeño, jodedor e inquieto.
“Gabo vivió una vida plena e incomparable” escribió Jaime Abello Banfi, director general de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano “Lo recordaremos como un creador genial, un ser humano lleno de sabiduría, humor y ternura, un trabajador incansable, que supo mostrarnos que la mejor manera de aprovechar un trayecto vital es siguiendo la vocación personal, con la terquedad y disciplina que dan cimiento al talento y la pasión”.
Gabo puede tener miles de epitafios. Este de su buen amigo Jaime es quizás uno de los más acertados.
Gracias Gabo por las líneas que nos dejaste. Saludos a los Buendía que te encuentres en el camino.
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