Crónicas clasemedieras: Millennials
Por Omar G. Villegas |
No sé a bien cuál sea el sentido de la anécdota que voy a contar, pero intuyo que uno tiene. El más obvio, quizá, sea en torno a las apariencias o, como expresa el dicho, a que “caras vemos, corazones no sabemos”. Y es que me llevé una gran impresión.
Un viernes por la tarde, saliendo del trabajo, tomé el autobús para emprender camino a casa. En los asientos atrás de mí se sentaron dos chicos. Yo me puse a leer y ellos a platicar. Su conversación atrapó mi atención y, aunque trataba de no hacerlo, la escuché. En realidad no puse atención al libro.
Se trataba de chicos en sus veintes. Uno de ellos tenía 25 años. Eso lo dijo en una parte de su charla. Sin embargo, su voz sonaba mucho más madura. Y lo que decía daba la impresión de ser reflexiones de un hombre adulto moldeado por experiencias, azares y dificultades.
Ambos chicos comenzaron a conversar sobre sus deseos de tener un trabajo remunerado pues estaban haciendo prácticas profesionales en una televisora, la misma donde yo trabajo. Destacaban el hecho de que “echarle ganas” ya no es suficiente. Buscaban la mejor alternativa para desarrollar una carrera en la comunicación.
Digamos que hasta aquí sería una plática habitual en unos chicos de su edad, los famosos millennials. Pero poco a poco fueron platicando de asuntos más personales. De sus perspectivas de vida en general. De sus planes. De la forma en la que ven el entorno en el que se desenvuelven.
Me llamó la atención de manera particular cuando comenzaron a hablar de niños. No sé cómo su plática derivo en ello. Tal vez como ocurre todo el tiempo: por mera casualidad. El asunto es que ambos, pero sobre todo el de 25 años, resaltaba el hecho de que ahora a los chicos se les educaba y criaba con excesiva laxitud, con mimos supremos, cuando en “su época” todavía un golpe corregía caminos, solucionaba conflictos.
El muchacho lamentaba que los niños se habían convertido en verdugos de sus padres y profesores que ya no les podían decir nada. Mucho menos pegarles como acción correctiva. Él consideraba que el tan sonado “bullying” siempre ha existido y que eso en realidad te curtía para interactuar en esta sociedad.
Poco después el chico, el mismo de 25 años, empezó a hablar sobre su familia. Su hermano en particular que, aunque era unos años más chico que él, ya se había convertido en papá y llevaba un buen tiempo trabajando pues no le interesó estudiar una carrera.
Recordaba en voz alta junto a su interlocutor que con su hermano se daba unas “madrizas” que les hizo desarrollar corazas. Traía al presente los distanciamientos pues cada uno estaba en su mundo. De hecho ya se ven muy poco. Fue entonces que su voz adquirió un tono aún más adulto, que es como lo podría describir.
Con una mezcla de nostalgia, orgullo y envidia destacaba que a su hermano le iba bien en su chamba y en su mundo, con su familia. Que aun siendo más pequeño que él ya tenía un buen sueldo y era capaz de sostener a una familia. Precisó que eso era justamente lo que él quería. Siempre dando a su voz una practicidad, desdén y añoranza que yo había identificado sólo con la de los adultos.
De hecho, antes de haber escuchado la edad de los muchachos, sólo de oír su voz, los imaginé como dos hombres maduros platicando sobre la vida. Es más, por el lenguaje repleto de malas palabras, frases tajantes y pragmatismo los imaginé, no sé por qué, desaliñados. Rebeldes en la concepción que cada uno de ustedes pueda tener.
Pero al verles la cara al bajar del autobús descubrí a dos jóvenes con esa imagen de chicos de familia: suéter, camisa, pantalones de mezclilla, tenis de marca. Es más, el de 25 años tenía lentes. De verlos sin ningún bagaje, sin haberlos escuchado, uno hubiese dado por sentado que se trata de dos millennials despreocupados del mundo, adictos a videojuegos e internet, displicentes, que ven cada cinco segundos su teléfono (en el trayecto como de media hora ni una sola vez oí que interrumpieran su conversación para revisar su celular), “consentidos” de papá y mamá.
Vuelvo al inicio. Después de varios días de que me ocurrió esto no sé a bien lo que entraña esta pequeña anécdota, aunque sé que ahí hay algo que explica, posiblemente, varios prejuicios y presupuestos sobre los jóvenes.
O quizá es otro asunto pero, insisto, hay algo que me dejó reflexionando. Tal vez sólo sea el hecho de que, como ya indicamos, “caras vemos, corazones no sabemos”. Es decir, todos somos un misterio para los demás. También para nosotros mismos.
Omar G. Villegas | Twitter: @omargvillegas |
Omar G. Villegas (Ciudad de México, 1979). Periodista. Ha ejercido el periodismo cultural y de espectáculos en los diarios Reforma, El Universal, La Crónica de Hoy, El Día y, actualmente, en la cadena Tv Azteca, donde también es guionista. Ha colaborado en revistas como ¡Quién! y DEEP, y en el portal The Huffington Post. Ha publicado narrativa breve en su blog Memorias Consustanciales y ensayos en revistas electrónicas especializadas de México, España y Suramérica como Imágenes del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Es profesor de Periodismo en la Universidad Iberoamericana. Autor del libro de relatos breves “El jardín de los delirios” (Textofilia, 2012). Egresado de periodismo de la UNAM. Estudió la maestría en Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Salamanca, España, con beca de la Fundación Carolina, y la maestría en Historia del Arte en la UNAM.
Foto: Millennials / Shutterstock
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