Opinión: Violencia sí, pero no en mi casa
Por Mishelle Mitchell Bernard |
Como con todas las cosas negativas, los seres humanos elegimos distanciarnos de aquello que nos haga lucir mal. Las calles sucias están más allá de nuestras puertas; nuestras casas lucen pulcras, impecables, aunque a veces desde la ventana de nuestro auto o del autobús lanzamos desechos en la vía pública. La desconsiderada acción contradice la afirmación de que “soy una persona que valora el orden y la limpieza”.
Hacia afuera proyectamos lo malo, lo socialmente reprochado: la suciedad, los malos modales y también la violencia. Por ello, resulta contradictorio que mientras en la realidad la mayoría de los casos de abuso y violencia en contra de la niñez suceden en el ámbito del hogar y la escuela, la población percibe que la violencia ocurre fuera de sus casas.
Un sondeo de opinión pública realizado por World Vision con la firma IPSOS en el 2014, reveló que 53% de los latinoamericanos percibimos la violencia contra los niños como un fenómeno que tiene lugar principalmente en espacios públicos (calles, parques, etcétera). Únicamente 12% creía que ocurría en los hogares y 15% en las escuelas.
Los datos de incidencia de casos de violencia contrastan con las percepciones y muestran una realidad muy distinta: UNICEF consigna que dos tercios de los niños entre 2 y 5 años de la región han sufrido violencia física en sus propias casas. Quienes perpetran tales actos, en su mayoría son los padres o madres de familia, cuidadores, o personas conocidas del niño.
La esfera doméstica, el lugar donde los niños y niñas deberían sentirse a salvo, es un lugar de alta vulnerabilidad. Las consecuencias, además de profundas, tienen efectos que perduran toda la vida.
Un niño sometido a abuso físico sufre estrés, pero no el estrés normal relacionado a la sensación de urgencia por concretar una tarea o ganar una competencia. El estrés tóxico produce secreciones químicas que alteran la capacidad cognitiva, el desarrollo físico, emocional y hasta espiritual de los niños y niñas.
Éstos son niños que presentan dificultades de comunicación y socialización, bajos niveles de tolerancia, y en muchos casos, la necesidad de aislarse ante el temor generado. La crianza con patrones violentos en no pocos casos, modela relaciones tóxicas que al llegar a la edad adulta emulan la falta de empatía y la irascibilidad.
Reconocer la violencia contra los niños y las niñas en nuestras casas, significa desterrar prácticas tan comunes, pero dañinas como el “chancletazo”, el “fajazo”, el “manazo”, la amenaza constante y la humillación e insultos.
No me avergüenza reconocer que más pequeña me gané algunas citas con la faja, el último recurso aplicado por mi mamá para castigar la desobediencia deliberada y desafiante que alguna vez mostré. Pero me enorgullece reconocer también que al crecer mis padres modificaron las técnicas correctivas por otras más persuasivas, e igualmente efectivas y rigurosas para administrar disciplina.
Un cuidadoso sistema de consecuencias, recompensas y gratificaciones, y una altísima dosis de diálogo, sustituyó la vieja fórmula de la amenazante faja. Y ahora, con más recursos, más conciencia e información me corresponde formar a dos ciudadanos, que dentro de su casa y fuera de ella, rechazan la violencia como mecanismo para disciplinar.
La autora es Directora Regional de Comunicaciones de World Vision para América Latina y el Caribe.
Por Mishelle Mitchell Bernard | Tw @MishCR | FB Mishelle Mitchell
Mishelle Mitchell Bernard,es amante de Dios, de la oscuridad de su piel, de ser mujer, madre y periodista. Profesional en Ciencias de laComunicación graduada de la Universidad de Costa Rica y máster en Administración de Empresas con 25 años de experiencia. Mishelle se ha especializado en cobertura económica y política y comunicación estratégica para gobiernos, organizaciones privadas y ONGs, afrodescendiente pionera en su campo, colaboradora de medios locales e internacional. Actualmente es Directora Regional de Comunicaciones de WorldVision.
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