¿Se puede diagnosticar el alzhéimer a partir de un análisis de sangre?
El interés del diagnóstico temprano del alzhéimer es indiscutible: mejora la calidad de vida y permite que los tratamientos palien los síntomas con más eficacia. De ahí el interés por diagnosticarlo con un sencillo análisis de sangre.
La enfermedad de Alzheimer es el tipo de demencia más frecuente asociada al envejecimiento. Desafortunadamente, a día de hoy no existe una terapia o tratamiento que permita curarla, pero sí algunos fármacos disponibles en el mercado que pueden ayudar a paliar algunos síntomas. Sobre todo si se administran antes de que estos sean severos.
Esa es una de las razones por las que el diagnóstico temprano de la enfermedad se ha convertido en una prioridad. Pero además, detectarla a tiempo permite mejorar la calidad de vida de los pacientes. A lo que se suma que el diagnóstico precoz también les permitiría participar en ensayos clínicos con mayor probabilidad de éxito.
Normalmente, esta demencia se diagnostica a través de una evaluación clínica completa por un neurólogo o gerontólogo, que incluye pruebas neurológicas, neuropsicológicas, de imagen cerebral y, en determinadas ocasiones, pruebas genéticas.
Sin embargo, recientemente se están desarrollando diferentes pruebas para el análisis de muestras biológicas, como la sangre, que permitirían una detección más temprana, precisa y económica.
Recuerdos y resonancias para detectar el alzhéimer
El examen neurológico incluye un examen físico completo para evaluar la función cerebral, los reflejos y la coordinación, mientras que la evaluación neuropsicológica consiste en una serie de pruebas diseñadas para analizar la memoria, el lenguaje, la capacidad de aprendizaje y razonamiento y otras funciones cognitivas. Entre ellas se encuentran el test de MoCA y el MiniMental.
Por otra parte, imágenes cerebrales como las que proporciona la tomografía por emisión de positrones (PET) pueden mostrar acumulaciones de proteínas tóxicas asociadas con el alzhéimer, como las placas amiloides y los ovillos neurofibrilares. Además, la resonancia magnética (MRI) permite evaluar a grandes rasgos el estado del cerebro, permitiendo identificar atrofias (reducción del tamaño) de regiones asociadas con funciones cognitivas como la memoria. Sin embargo, estas pruebas suelen ser costosas y no siempre se utilizan.
A esto se suma que el análisis del líquido cefalorraquídeo (que baña, rodea y limpia nuestro sistema nervioso central) puede detectar biomarcadores asociados con el alzhéimer como el beta amiloide y la proteína tau hiperfosforilada. Ambas pueden acumularse en el cerebro entre 10 y 20 años antes de que aparezcan los síntomas clínicos, y su detección temprana es un indicador muy fiable de que la enfermedad se ha comenzando a desarrollar. El punto negativo es que, para obtener estas muestras, es necesario realizar una punción lumbar invasiva.
Las pistas genéticas del alzhéimer
En ciertas ocasiones, las pruebas genéticas pueden proporcionar información sobre el origen de la enfermedad. Hoy en día se conocen más de 70 regiones del ADN que nos pueden predisponer a desarrollar esta demencia. Sin embargo, de momento estas pruebas no se realizan de forma rutinaria.
Concretamente, en un pequeño porcentaje de los casos (menos del 1 %) existen mutaciones en uno de los tres genes conocidos, denominados APP, PSEN1 y PSEN2, que provocan la aparición del alzhéimer de tipo familiar. Éste se caracteriza por iniciarse antes de los 65 años de edad y suele afectar a varios miembros de una misma familia.
En los casos esporádicos (la mayoría), las pruebas genéticas pueden aportar datos sobre si una persona tiene ciertos genes que aumentan el riesgo de desarrollar alzhéimer, entre ellos la isoforma ApoE4.
Un análisis de sangre rutinario nos pondrá sobre aviso
Las proteínas tóxicas presentes en el cerebro de los enfermos de alzhéimer también se han encontrado en pequeñas cantidades en muestras de sangre de pacientes. Esto se explica porque, después de limpiar el cerebro, el líquido cefalorraquídeo se vierte hacia la sangre para que los desechos puedan eliminarse del organismo. Y eso abre las puertas a una forma poco invasiva y económica para diagnosticar y seguir la evolución de esta demencia.
Actualmente, no existe un análisis de sangre que pueda diagnosticar la enfermedad de Alzheimer de forma definitiva, pero sí hay múltiples investigaciones en curso. Además, del beta amiloide y la proteína tau, se han identificado otros biomarcadores que también pueden ser útiles para el diagnóstico temprano de la enfermedad, como la proteína precursora de amiloide (APP), la proteína acídica fibrilar glial (GFAP) y la proteína de la cadena ligera de neurofilamento (NfL). La detección de estos marcadores no solo indicaría la presencia una enfermedad neurodegenerativa: dado que su cantidad varía según la severidad, analizarlos permite también conocer el avance y la gravedad de la enfermedad.
En concreto, la GFAP es una proteína presente en el interior de los astrocitos, unas de las principales células del sistema inmune del cerebro. Su presencia en sangre indica que el cerebro está bajo un proceso inflamatorio crónico que podría estar relacionado con una enfermedad neurodegenerativa.
De forma similar, la proteína C reactiva (CPR) es un marcador no específico de inflamación y se ha observado que aumenta tanto en el cerebro como en el suero sanguíneo de personas con alzhéimer. Y puede indicar una mayor prevalencia de padecerlo.
En cuanto a la presencia de NfL en sangre, alerta también de que se está produciendo un proceso neurodegenerativo en el cerebro, con muerte neuronal.
Por lo tanto, el diagnóstico precoz podría consistir en una combinación de analíticas de sangre rutinarias para detectar proteínas tóxicas, pero también biomarcadores de muerte neuronal e inflamación cerebral, que se sumarían a los actuales métodos de detección.
Esta vía de detección, no invasiva, rápida y de bajo coste, supondría una gran mejora en el diagnóstico de la enfermedad de Alzheimer. Y todo apunta a que podrían estar disponibles en atención primaria en al menos un plazo de diez años, aunque su uso rutinario podría tardar más en implementarse.
Inés Moreno González, Profesora e Investigadora Ramón y Cajal en Enfermedades Neurodegenerativas, CIBERNED, IBIMA, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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