Las dos caras de los chalecos amarillos
Michel Wieviorka, Fondation Maison des Sciences de l’Homme (FMSH) – USPC
A menudo, las categorías de las ciencias sociales y las de la vida cotidiana, la política y los medios de comunicación se basan en el mismo vocabulario, lo que es fuente de confusión. Es el caso de la expresión “movimiento social”, que se refiere tanto a un concepto de sociología o de ciencia política como a prácticas comunes y corrientes cuando una parte de la sociedad se moviliza, cuando una lucha social aparece en los titulares y, por ejemplo, cuando una huelga paraliza un país.
Cuando los chalecos amarillos franceses exigen que el poder les respete y deje de tratarles con desprecio o arrogancia, cuando se llaman a sí mismos ciudadanos, cuando quieren que se oiga y se escuche su voz en las altas esferas del Gobierno para dar a conocer los problemas y las dificultades que les acucian, y defienden la renovación y la ampliación de la democracia, hay que reconocer que se ajustan a la dinámica de un “movimiento social” tal y como yo lo entiendo.
Asimismo, cuando denuncian la precariedad y los ingresos insuficientes para una vida digna y piden que no se les excluya del cambio y las reformas, encarnan la cara defensiva del movimiento, y no tanto la de un agente capaz de perseguir una utopía o defender un contraproyecto de sociedad. Otras reivindicaciones no llegan a cuestionar hasta ese punto las orientaciones generales de la vida colectiva y tienen un alcance más limitado, como, por ejemplo, cuando se pide la derogación de una medida fiscal.
Pero, como ocurre en toda movilización de amplio alcance, a partir de aquí se observan derivas, por ejemplo de carácter racista o xenófobo. A este respecto, solo señalaremos que el grueso de las reivindicaciones es claramente social, y no tiene nada que ver con las cuestiones del islam, el laicismo, la inmigración o el origen étnico. En cambio, la cuestión de la violencia merece un análisis más detenido.
Violencia y movimiento social
En general —y es el tema principal de mi último libro—, la violencia es lo contrario del movimiento social, al menos entendido como se ha indicado más arriba. Surge cuando el movimiento no consigue (o deja de hacerlo) existir y traducirse en una acción concreta, y convierte en ruptura lo que en un conflicto tiene que ver con la relación, el debate y, tal vez, la negociación.
El conflicto confronta adversarios allí donde la violencia enfrenta enemigos. Pero la violencia también puede ser un elemento del movimiento social, un componente estratégico y, al mismo tiempo, expresivo. De hecho, es así como hay que entender, en algunos aspectos, los altercados del sábado 24 de noviembre y el sábado 1 de diciembre en París, sin olvidar que también los ha habido en otras ciudades de Francia.
Si se examina el perfil de las personas detenidas y llevadas ante la justicia, los altercados violentos ocurridos en París han sido obra de ultras (de izquierdas y de derechas), de meros alborotadores, incluso saqueadores, procedentes de la periferia, y de chalecos amarillos furiosos que tal vez subieron a París para, llegado el caso, pelearse con las fuerzas del orden, quizá arrastrados por el ambiente de insurrección en el que estaban inmersos. Estas circunstancias obligan a rectificar la imagen simplista que dejaban traslucir los primeros comentarios, el 24 de noviembre, según los cuales había que distinguir entre los “alborotadores”, politizados o no, y el movimiento de base, muy alejado de la violencia. Pero el análisis es más complicado.
Para hacerse ver y oír y para llamar la atención de los medios de comunicación, los chalecos amarillos ya han ido dos veces a París y han intentado manifestarse lo más cerca posible de los lugares simbólicos del poder. Desde este punto de vista, el éxito estribó en la repercusión mediática que tuvieron los enfrentamientos con las fuerzas del orden, y no tanto en la presencia masiva de “chalecos amarillos”, que en realidad no fueron tan numerosos.
La violencia es necesaria, o útil, para ocupar un primer plano y, al mismo tiempo, es inaceptable para muchos chalecos amarillos. A este respecto, existe una ambivalencia en el movimiento, que experimenta una tensión entre la importancia que revestía su presencia en París y la violencia inevitable que ha surgido de él hasta ahora.
Es preciso hacer un análisis para distinguir la violencia que constituye la extremidad furiosa del movimiento y la violencia que, ajena a él, le es contraria, una especie de antimovimiento, aunque ambos tipos de violencia hayan surgido en los mismos círculos. Y, al mismo tiempo, hay que examinar la totalidad de la violencia desde el punto de vista de su relación funcional, incluso legitimadora, con un movimiento social que, en su esencia, es de por sí poco o nada violento.
Movimiento social y fuerza política
Un movimiento social no es una fuerza política, pero sus actores se preguntan qué tratamiento político se da a sus reivindicaciones. Es posible que algunos, dentro del movimiento, quieran transformarse en un partido, como ocurrió con Podemos, que surgió de los “Indignados” del 15-M en España. Otros consideran que la acción política puede ser canalizada por un partido que le dé voz, como en la socialdemocracia durante los tiempos de esplendor del movimiento obrero, o que la dirija al estilo leninista.
Hoy por hoy, los chalecos amarillos no tienen capacidad para dar nacimiento a una fuerza política propia, y no se reconocen en ningún partido, por mucho que el Rassemblement National (antes Front National, extrema derecha) y La France Insoumise (oposición de izquierda) intenten, más aún que la derecha clásica, capitalizar su movilización. Sus reivindicaciones iniciales, que se limitan básicamente a medidas fiscales, no han recibido una respuesta inmediata del poder, y sus peticiones se han hecho más complejas y se han diversificado.
Pero no existe ninguna fuerza social o política capaz de garantizar un tratamiento institucional para tales reivindicaciones, de modo que estas se aglutinan en una masa confusa que las propuestas políticas de cambio global tratan de reducir a una formulación única.
Referéndum, disolución, autoritarismo y VI República
En este contexto se perfilan, al menos, cuatro tendencias.
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- La primera —traducción en lenguaje político del discurso de los actores cuando corean “¡Macron dimisión!»— consiste en exigir un referéndum. Pero este, según la tradición francesa, y a tenor de las circunstancias, solo puede ser un plebiscito a la inversa: la pregunta planteada vendría dictada por los contestatarios, y el resultado previsible sería la derrota del presidente, que acabaría dimitiendo.
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- La segunda tendencia es la de dar forma política a la idea dégagiste (defensora de «largarlos a todos”), según la cual hay que expulsar a los parlamentarios actuales. Esta tendencia conllevaría la disolución de la Asamblea Nacional, y su único resultado sería una cohabitación política, puesto que, según esta hipótesis, el presidente permanecería en el cargo.
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- Tercera tendencia: el autoritarismo, que empieza a alzar la voz. Se pide el nombramiento, a la cabeza del Gobierno, de un nuevo primer ministro que tenga mano firme. El nombre del General de Villiers circula en algunos entornos, aunque, al parecer, este se mostraría reticente.
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- Por último, hay quien habla (cuarta tendencia) de un cambio institucional radical, y en este contexto vuelve a surgir el tema de la “VI República”.
Así, ante la falta de nivel intermedio en el sistema político y social institucional, las reclamaciones del movimiento se convierten en proyectos políticos de primer nivel. En consecuencia, lo único que pueden hacer para traducirse en resultados concretos es pagar el precio de un espasmo social prolongado que paraliza el país y que es fomentado por políticos cuyo deseo no es que se vuelvan a instaurar cuanto antes la paz, el diálogo y la negociación, sino mantener vivas las tensiones que encarna el paradójico binomio formado por los chalecos amarillos y la violencia.
Un actor defensivo y… nuevo
Según mi definición de “movimiento social”, este no se reduce a un episodio, una lucha o un momento, sino que se inscribe en la dimensión histórica de un tipo de sociedad y es su actor contestatario. Los chalecos amarillos, en la medida en que uno de los rasgos que los define es el de “movimiento social”, se ajustan más al tipo de sociedad que desaparece que al de una sociedad que nace, y así lo afirma en este sitio web, con gran acierto, Daniel Behar.
Los chalecos amarillos representan, ante todo, el rechazo a sufrir las consecuencias de esta transformación; son el actor defensivo de un modelo que empezó a descomponerse con el fin de los Treinta Gloriosos. Pero ¿las movilizaciones actuales están dando continuidad a otras, más antiguas, relacionadas con el movimiento social de la era industrial clásica que estamos dejando atrás, es decir, con el movimiento obrero? En realidad, no. Los actores de hoy no han hecho suyas las grandes luchas de los últimos cincuenta años, y hay abundantes testimonios de personas de cierta edad que explican que, para ellas, esta es la primera experiencia de compromiso y manifestación.
Sin embargo, se hacen alegremente comparaciones históricas, incluso con las protestas de 1995, lo cual es poco serio y da lugar a confusión y sesgo ideológico. Hay quien, demostrando no poca dejadez intelectual, se aprovecha de la situación actual para ajustar no se sabe qué cuentas con investigadores que habían expresado en 1995 su opinión sobre las movilizaciones de aquella época, y para sugerir una posible continuidad con 2018. Sin embargo, los actores de 1995 defendían un modelo social que asegurara diversas garantías a los trabajadores y los funcionarios, mientras que los de 2018 exigen medidas fiscales y sociales en favor de categorías muy distintas.
El movimiento de los chalecos amarillos es nuevo, aun cuando expresa el fin de un mundo sin mantener ningún vínculo con el sindicalismo o lo que queda de la clase obrera como tal. Es todavía más nuevo —y, sin embargo, se ubica en un nuevo mundo— si tenemos en cuenta sus formas de movilización, que combinan el recurso a las tecnologías modernas de comunicación y la presencia física en lugares múltiples que permiten abarcar todo el territorio nacional.
Pero la tecnología es una cosa y el sentido otra: los chalecos amarillos apenas nos hablan de la entrada en un nuevo mundo en el que ocuparían un lugar creativo, o incluso un mundo contestatario. Lo máximo que hacen es pedir —ya se ha señalado— una renovación de la democracia, y muestran de vez en cuando una sensibilidad sincera por el tema del medio ambiente.
Chalecos amarillos, ¿qué futuro les espera?
Un movimiento no es una clase social, y menos aún una categoría o conjunto de categorías sociales. Los “chalecos amarillos” son diversos y, por tanto, indeterminados desde el punto de vista social; unos son modestos, otros no tanto; y están integrados por mujeres, y no solo o principalmente por hombres, así como por jóvenes y personas mayores.
Tienen razón en no querer ser víctimas de una larga transformación en la que han quedado “olvidados” y son “invisibles”, y hacen bien en reclamar medidas sociales a su favor y en exigir además respeto y democracia. Pero no son la sal de la tierra, y por ahora su movimiento no plantea ningún futuro nuevo más allá de lo que exigen las políticas sociales y de dignidad.
Es injusto ver en este movimiento un esbozo de fascismo, a la italiana, pues los chalecos amarillos no presentan reivindicaciones que se ajusten a esa imagen; también es incorrecto considerar que este movimiento es el actor contestatario de un mundo nuevo, pues no hace llamamientos en favor de una renovación cultural, intelectual, utópica y creativa, o hace muy pocos.
Atender sus demandas es necesario, incluso inevitable, pero también es peligroso.
Michel Wieviorka, Sociologue, Président de la FMSH, Fondation Maison des Sciences de l’Homme (FMSH) – USPC
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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