La filosofía no es útil ni inútil: es inevitable
Txetxu Ausín, Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS – CSIC)
Con las nuevas decisiones del Gobierno y planteamientos educativos, la filosofía está, una vez más, en el candelero. ¿Es útil? ¿Sirve para algo? ¿Tiene sentido cultivarla en el siglo XXI? ¿Merece la pena estudiarla y enseñarla?
En realidad, estas cuestiones yerran el tiro. Emilio Lledó se refiere a la filosofía como el amor a las preguntas, a la curiosidad, al asombro. En la medida en que nos preguntamos por nuestra vida, y nuestra muerte, por el mundo, por la sociedad, por la política, por el futuro, por la educación, por la verdad y la mentira (fake news), por el porvenir de las generaciones futuras, por la desigualdad, por la injusticia, por la propia subsistencia del planeta y nuestra relación con otros seres vivos, por la corrupción… cuando interrogamos y nos interrogamos, cuando buscamos respuestas, estamos haciendo filosofía.
La filosofía no es útil ni inútil, es inevitable. Todos nos hacemos estas preguntas y, en ese sentido, todos hacemos filosofía. La filosofía no es patrimonio, por tanto, de quienes nos dedicamos profesionalmente a ello sino, esencialmente, un puente que conecta las ciencias y las letras, los saberes científico-técnicos y las humanidades, la teoría y la práctica, por ello es igualmente inclasificable en un compartimento estanco.
¿Cómo hacer ciencia, plantearse cuestiones como la mejora genética, la prolongación de la vida, el big data o la inteligencia artificial, sin analizar su relevancia? ¿Cómo analizar la autonomía personal y la libertad, las condiciones y el alcance del juicio moral, el buen gobierno o el mismo sentido de la vida sin tener presentes las neurociencias, la psicología, la etología o los avances de la biología molecular y la medicina regenerativa?
La filosofía es la herramienta para introducir preguntas en las actividades humanas, para cuestionar los prejuicios y los lugares comunes.
Un mundo complejo
Vivimos en un momento complicado, presidido por la incertidumbre, la falta de seguridades y los nuevos riesgos. Las tecnologías modernas constituyen sistemas complejos con una diversidad de actores y que tienen, por tanto, consecuencias imprevisibles. La magnitud de los daños potenciales es ilimitada y hasta catastrófica, ya que pueden poner en peligro la posibilidad de vida en el planeta.
Pero la incertidumbre no es únicamente un problema a superar, también es una fuente esencial de oportunidad, descubrimiento y creatividad. Se trata de un ingrediente esencial de la vida. Ambos casos, incertidumbre y riesgo, no se pueden plantear estrictamente como cuestiones científicas (lo que sabemos o no sabemos) sino también como cuestiones de preferencia, cultura y valores (lo que se debería o no debería hacer). Se trata, por tanto, de inevitables asuntos filosóficos.
Nadie alcanza a poseer la verdad sobre el mundo y mucho menos toda la verdad. Pero debemos buscarla para conjurar el mal de la falsedad. Quizá yo no tenga razón y la tengas tú; quizá podamos estar equivocados los dos pero, en cualquier caso, hemos de ponderar nuestras razones, como en esa “balanza de la razón” a la que se refería G.W. Leibniz.
Filosofía como práctica
La filosofía es una práctica de vida que nos dice cómo vivir, pensar o actuar, analizando para entender y luego decidir. La esencia de la filosofía está en el análisis conceptual y la deliberación. Es un ejercicio de reflexión, privada y pública, que tiene un efecto transformador sobre las opiniones, las actitudes y las leyes. Precisamente, la dimensión pública de la filosofía favorece la participación y la interdisciplinariedad, a través de la divulgación, la información y la transparencia.
Así, la filosofía también se ha manchado las manos, propiciando espacios y mecanismos de gobernanza en la esfera pública como los comités de ética, los foros de participación, las comunidades extendidas de evaluadores, las comisiones de consenso, etc., introduciendo reflexividad en infinidad de contextos y actividades de la vida cotidiana.
Parafraseando a Jane Austen, la filosofía nos exige sentido y sensibilidad. Sensibilidad para captar y atender a una realidad plural, compleja, contingente y abierta. Sentido para preguntarse por ella y para pensarla, con modestia, pues, como decía Voltaire, el único remedio para curar esa enfermedad epidémica del fanatismo es el espíritu filosófico.
La enseñanza de la filosofía: esperanza y autocrítica
Si todos cultivamos este arte de preguntar que es la filosofía, ¿cómo no facilitar herramientas y recursos para la misma en los sistemas educativos?
Son innumerables los consensos y acuerdos internacionales sobre la necesidad de la enseñanza de la filosofía en todos los niveles educativos. Contribuye a la formación de ciudadanos libres, alentando la forja de opiniones propias y el sometimiento a la autoridad de la razón, favoreciendo la expresión de la autonomía individual. Ayuda a desarrollar la capacidad de las personas para ejercer una verdadera libertad de pensamiento y para liberarse de dogmas y prejuicios.
Se ha demostrado el enorme potencial formativo de la filosofía desde edades tempranas, como han señalado varios estudios que indican un mejor rendimiento en materias como lengua o matemáticas entre aquellos estudiantes que han recibido formación filosófica. Para Matthew Lipman, precursor de la “filosofía para niños/as”, el diálogo filosófico es una herramienta privilegiada de indagación, comunicación y participación que aprovecha la enorme curiosidad de los menores.
Al menos, una instrucción básica en las herramientas, conceptos y estrategias de pensamiento filosófico es absolutamente necesaria en la formación secundaria y profesional de los jóvenes. Sin unos rudimentos básicos de lógica y argumentación, análisis conceptual, ética, filosofía política y teoría del conocimiento, o sin un mínimo saber sobre las respuestas que ha dado la historia del pensamiento a estas cuestiones, las personas nos enfrentamos desarmadas y a la intemperie a esas urgentes preguntas.
Más aún, sería deseable que muchos estudios universitarios siguieran incorporando en sus currículos la reflexión filósofica sobre la misma práctica o actividad que se estudia e investiga.
La última reforma educativa impulsada en España por el ministro Juan Ignacio Wert decidió eliminar dos tercios de las horas de filosofía en la Educación Secundaria, el mayor recorte de una materia desde la Transición. Afortunadamente, cuando escribo esto, acaba de votarse en el Parlamento una proposición no de ley, aprobada por unanimidad, para que esta situación lamentable se revierta y la filosofía recupere el espacio perdido en la enseñanza secundaria. Es una magnífica noticia que reconoce el esfuerzo y tesón de la comunidad filosófica española por dignificar, promover e impulsar la filosofía ante los partidos políticos y la sociedad en general.
Esta alegría no debe ocultar, sin embargo, la responsabilidad que tenemos en el deterioro de la consideración social de la filosofía quienes nos dedicamos a su docencia e investigación. Debemos reconocer la oscuridad, vacuidad y endogamia que ha ofrecido nuestra disciplina muchas veces; la falta de conexión con los principales interrogantes e incertidumbres de nuestro tiempo; la deficiente metodología de enseñanza que ha hecho que generaciones de españoles recuerden la filosofía como una retahíla de autores y discursos que había que memorizar o, en el mejor de los casos, como una suerte de moralina bienintencionada.
La importancia nuclear de la filosofía nos exige estar a la altura como investigadores y profesores, favoreciendo la divulgación y la comunicación de calidad, mejorando las metodologías docentes, y revisando y adecuando los contenidos de las asignaturas (por ejemplo, introduciendo pensadoras en el curriculo). Cumpliremos así nuestra responsabilidad social ampliando, además, el diálogo democrático en nuestra sociedad.
Y hagámoslo con humor que, frente a la gravedad que respira el fanático, conecta con este sano ejercicio de autocrítica y tiene que ver con una cierta ligereza, tolerancia genuina y receptividad a la pluralidad y el cambio.
El autor agradece los comentarios de Vittorio Bufacchi (University College of Cork).
Txetxu Ausín, Científico Titular, Instituto de Filosofía, Grupo de Ética Aplicada, Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS – CSIC)
This article is republished from The Conversation under a Creative Commons license. Read the original article.
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